EL ESTOICISMO

 Génesis y desarrollo de la escuela estoica

Al acabar el siglo iv a.C., cuando había pasado poco más de un lustro desde la fundación del Jardín, nacía en Atenas otra escuela, destinada a convertirse en la más famosa de la época helenística. Su fundador fue un joven de raza semita, Zenón, que había nacido en Citio, en la isla de Chipre, alrededor del 333/332 a.C. y que se había trasladado a Atenas en el 312/311 a.C., atraído por la filosofía. Al principio, Zenón tuvo relacio­ nes con el cínico Crates y con Estilpón de Megara. Asistió también a las lecciones de Jenócrates y Polemón. Releyó a los aqtiguos físicos y, como veremos, hizo propios algunos conceptos de Heraclito. Sin embargo, el acontecimiento que más influyó sobre él fue quizás la fundación del Jar­ dín. Al igual que Epicuro, Zenón renegaba de la metafísica y de toda forma de trascendencia. Al igual que Epicuro, concebía la filosofía como un arte de vivir, desconocido para las demás escuelas o llevado a la prácti­ca por ellas sólo de un modo imperfecto. Zenón aceptó la noción epicúrea de filosofía y su correspondiente forma de plantear los problemas, pero no admitió la solución que proponía a estos problemas, convirtiéndose en encarnizado adversario de los dogmas del Jardín. Le repugnaban profun­damente las dos ideas básicas del sistema: la reducción del mundo y del hombre a un mero revoltillo de átomos y la identificación del bien del hombre con el placer, así como todos los corolarios que se desprendían de estos dos principios. No sorprende, pues, encontrar en Zenón y en sus seguidores la completa inversión de una serie de tesis epicúreas. Sin embargo, tampoco hay que olvidar que ambas escuelas tenían los mismos objetivos y la misma fe materialista y que, por consiguiente, se trata de dos filosofías que se mueven en el mismo plano de la negación de la trascendencia, y no de dos filosofías que se mueven en planos opuestos. Zenón no era ciudadano ateniense y, por ello, no poseía el derecho de comprar un edificio. 

En consecuencia, profesaba sus enseñanzas en un pórtico, que había sido pintado por el pintor Polignoto. En griego, «pórti­ co» se dice stoa, y por tal motivo la nueva escuela recibió el nombre de «Stoa» o «Pórtico» y sus seguidores fueron llamados «los de la Stoa» o «los del Pórtico», o bien, simplemente «estoicos». En el Pórtico de Zenón, a diferencia del Jardín de Epicuro, se admitía la discusión crítica acerca de los dogmas del fundador de la escuela. Debido a ello éstos fueron someti­ dos a profundizaciones, revisiones y replanteamientos. Por consiguiente, mientras que la filosofía de Epicuro no sufrió modificaciones importantes (en la práctica y de manera exclusiva o predominante, fue meramente repetida y glosada, permaneciendo inmutable en lo esencial) la filosofía de Zenón recibió notables innovaciones y evolucionó de manera muy considerable. Los expertos han puesto en claro que hay que distinguir tres períodos en la historia de la escuela estoica: 1) el período antiguo, desde finales del siglo iv hasta finales del m a.C., en el que la filosofía del Pórtico se ve paulatinamente desarrollada y sistematizada por tres grandes escolarcas: Zenón, Oleantes de Aso (que dirigió la escuela desde 262 hasta el el 232 a.C. aproximadamente) y sobre todo Crisipo de Soli (que rigió la escuela desde el 232 a.C. hasta el último lustro del siglo m a.C.); fue principal­ mente este último —también él de origen semita— quien fijó de modo definitivo la doctrina de la primera fase de la escuela, a través de más de 700 libros, que se han perdido en su totalidad; 2) el período medio, que se desarrolla entre los siglos n y i a.C. y que se caracteriza por las infiltracio­ nes eclécticas en la doctrina originaria; 3) el período del estoicismo roma­ no o del nuevo estoicismo, situado ya en la era cristiana, en el cual la doctrina se convierte esencialmente en meditación moral y asume fuertes tonalidades religiosas, en conformidad con el espíritu y con las aspiracio­ nes de los nuevos tiempos.

El pensamiento de cada uno de los representantes del estoicismo anti­ guo es difícil de diferenciar. Se han perdido todos los textos escritos y aquellos que nos han transmitido las doctrinas estoicas mediante testimo­nios indirectos, se refieren a innumerables obras de Crisipo. Éstas, elabo­ radas con una dialéctica y una habilidad muy refinadas, han hecho empali­decer al resto de la producción de los anteriores pensadores del estoicis­mo, provocando casi su desaparición. Crisipo, entre otras cosas, fue quien desbarató las tendencias heterodoxas que habían surgido en la escuela, por obra de Aristón de Quíos y Herilo de Cartago, y que habían desembocado en auténticos cismas. Por este motivo la exposición de la doctrina del estoicismo antiguo es antes que nada una exposición de su doctrina en la formulación llevada a cabo por Crisipo. También en lo que concierne a los pensadores del estoicismo medio, Panecio y Posidonio, resultan escasos los testimonios detallados, pero ambos pensadores son claramente dife­ renciabas. En cambio, por lo que respecta al estoicismo romano, posee­mos obras completas, numerosas y ricas. Comenzaremos con la exposi­ción de los elementos básicos del estoicismo antiguo.

La ética del estoicismo antiguo

La parte más significativa y más viva de la filosofía del Pórtico, sin embargo, no coincide con su original y audaz física, sino con su ética. Fue gracias a su mensaje ético que los estoicos durante más de medio milenio supieron transmitir a los hombres una doctrina verdaderamente eficaz, que fue considerada como algo que iluminaba con nueva luz el sentido de la vida. Para los estoicos, al igual que para los epicúreos, el objetivo de la vida es alcanzar la felicidad. Y ésta se obtiene viviendo según la natu­raleza. Si observamos al ser viviente, en general comprobamos que se caracte­riza por una tendencia a conservarse a sí mismo, a apropiarse de su mismo ser y de todo lo que sea adecuado para conservarlo, y a evitar todo lo que le sea contrario, conciliándose consigo mismo y con las cosas que son conformes a su propia esencia. Los estoicos indican esta característica fundamental de los seres mediante el término oikeiosis (apropiación, atracción, conciliatio). La deducción del principio de la ética parte preci­samente de la oikeiosis. En las plantas y en los vegetales en general esta tendencia es inconsciente; en los animales se halla vinculada con determi­nado instinto o impulso primigenio, mientras que en el hombre la razón especifica y rige dicho impulso originario. Vivir conforme a la naturaleza significa vivir llevando a cabo con plenitud esta apropiación o conciliación del propio ser y de aquello que lo conserva y lo actualiza. En especial, dado que el hombre no es un mero ser viviente, sino un ser racional, el vivir según la naturaleza será un vivir conciliándose con el propio ser racional, conservándolo y actualizándolo plenamente. 

Las nociones de oikeiosis y de instinto originario invierten así el funda­mento de la ética epicúrea. A la luz de estos parámetros, placer y dolor se transforman en un posterius, dejando de ser un prius. En otras palabras, son algo que viene después y como consecuencia, cuando la naturaleza ya ha buscado y encontrado aquello que la conserva y la realiza. Como el instinto de conservación y la tendencia al incremento en el ser es un elemento primario y originario, entonces, el bien será aquello que conser­va e incrementa nuestro ser, y el mal en cambio aquello que lo perjudica y lo destruye. Al instinto primario, pues, se halla vinculada estructuralmen­ te la tendencia a valorar, en el sentido de que dicho instinto mide todas las cosas y las considera como bienes o como males, según resulten provecho­sas o perjudiciales. El bien es lo provechoso o lo útil; el mal es lo nocivo. Hay que advertir, sin embargo, que los estoicos insisten en diferenciar al hombre de todas las demás cosas, mostrando que no se halla determinado de modo exclusivo por su naturaleza puramente animal, sino sobre todo por su naturaleza racional, por el privilegio de que en él se manifiesta el logos. Por tanto, el principio de valorización antes mencionado asumirá dos planos diferentes, cuando haga referencia a la physis racional. Un plano es el que se relaciona con aquello que sirve para la conservación y el incremento de la vida animal, y otro plano distinto es el que se relaciona con lo que sirve para la conservación y el incremento de la vida de la razón y del logos. 

Según los estoicos, el bien moral consiste en aquello que incrementa el logos, y el mal, aquello que lo perjudica. El auténtico bien para el hombre es sólo la virtud y el verdadero mal sólo el vicio. ¿Cómo habremos de considerar aquello que conviene a nuestro cuerpo y a nuestra naturaleza biológica? ¿Y cómo denominaremos a lo contrario de esto? La tendencia estoica de fondo consiste en negar a todas estas cosas la calificación de bienes y de males porque —como se ha comproba­ do— bien y mal sólo son aquello que aprovecha o que daña al logos, y por tanto sólo el bien y el mal morales. Por consiguiente, todas aquellas cosas que son relativas al cuerpo, sean o no perjudiciales, son consideradas como indiferentes (adiaphora) o, más exactamente, moralmente indife­ rentes. Entre éstas se enumeran tanto las cosas físicas y biológicamente positivas, por ejemplo, vida, salud, belleza, riqueza, etc., como las físicas y biológicamente negativas, por ejemplo, muerte, enfermedad, fealdad, pobreza, el ser esclavo, emperador, etcétera. Esta separación tan tajante entre bienes y males, por un lado, y cosas indiferentes, por el otro, es sin duda una de las características más típicas de la ética estoica, que ya en la antigüedad provocó enorme perplejidad, entusiastas aprobaciones o disensos, y suscitó múltiples debates entre los adversarios e incluso entre los seguidores mismos de la filosofía del Pórti­co. En efecto, gracias a esta escisión radical, podían colocar al hombre al abrigo de los males de la época en la que vivían: todos los males provoca­ dos por el hundimiento de la antigua Polis, y todos los peligros, las insegu­ridades y las adversidades procedentes de las conmociones políticas y so­ciales que habían seguido a aquel hundimiento, resultaban simplemente negados como males y confinados dentro de la categoría de cosas indife­rentes. Era éste un modo bastante audaz de otorgar nueva seguridad al hombre, enseñándole que los bienes y los males siempre derivan exclusi­vamente del interior del propio yo y nunca del exterior. Así, se le podía convencer de que la felicidad podía lograrse a la perfección, de un modo del todo independiente de los acontecimientos externos; se podía ser feliz hasta en medio de los tormentos físicos, como afirmaba también Epicuro. 

La ley general de la oikeiosis implicaba que, dado que todos los seres poseen el instinto de conservarse a sí mismos y dado que precisamente este instinto es origen de las valoraciones, hay que admitir como positivo todo aquello que conserva e incrementa a los seres, aun en el simple plano físico y biológico. Por lo tanto debe admitirse como positivo para los hombres —y no sólo para los animales— todo aquello que es conforme a la naturaleza física y que garantiza, conserva e incrementa la vida, por ejemplo, la salud, la fuerza, el vigor del cuerpo y de los miembros, y así sucesivamente. Los estoicos llamaron «valor» o «estima» a este elemento positivo según la naturaleza, mientras que al opuesto negativo lo llamaron «carencia de valor» o «carencia de estima». Por consiguiente, aquellos intermedios que se hallan entre los bienes y los males dejan de ser completamente indiferentes o, mejor dicho, aunque continúan siendo moralmente indiferentes, desde el punto de vista físico se convierten en valores y disvalores. Para nuestra naturaleza animal, los primeros serán objeto de preferencia, mientras que los segundos serán en cambio objeto de aversión. Nace así una segunda distinción, en estrecha dependencia de la primera, entre indiferentes preferidos y no preferidos o rechazados. Estas distinciones no sólo corresponderían a la exigencia de atenuar de modo realista la dicotomía demasiado tajante entre bienes y males e indi­ ferentes, de por sí paradójica. Además, hallaban en los supuestos del sistema una justificación aún mayor que dicha dicotomía, por las razones ya expuestas. Por eso se comprende a la perfección que el intento de Aristón y de Herilo de sostener la absoluta adiaphoria o indiferencia de las cosas que no son ni bienes ni males, haya encontrado una radical oposi­ ción en Crisipo, que defendió la posición de Zenón y la consagró de modo definitivo.

Las acciones humanas que se realizan en todos sus aspectos de acuerdo con el logos son acciones moralmente perfectas, y las contrarias son accio­ nes viciosas o errores morales. Entre las primeras y las segundas, empero, existe toda una zona de acciones que corresponde a los indiferentes. Cuando tales acciones se llevan a cabo conforme a la naturaleza —es decir, de un modo racionalmente correcto— adquieren una plena justifi­ cación moral, y se llaman «acciones convenientes» o «deberes». La mayor parte de los hombres son incapaces de realizar acciones moralmente per­ fectas: para realizarlas, hay que adquirir con anterioridad la perfecta cien­ cia del filósofo, puesto que la virtud, como perfeccionamiento de la racio­ nalidad humana, no puede ser otra cosa que ciencia, como afirmaba Só­ crates. Son capaces, en cambio, de llevar a cabo acciones convenientes, es decir, cumplir con sus deberes. Para los estoicos, las leyes no son conven­ ciones humanas, sino expresiones de la Ley eterna que proviene del eter­ no Logos. Lo que las leyes prescriben son los deberes que en el sabio, gracias a la perfecta disposición de su espíritu, se convierten en auténticas acciones morales perfectas, mientras que en el hombre corriente no supe­ ran el plano de las acciones convenientes. El concepto de kathekon constituye, en esencia, una creación estoica. Los romanos lo traducirán mediante el término officium y con su sensibili­ dad práctico-jurídica contribuirán a destacar con más nitidez los perfiles de esta acción moral, que en la época actual denominamos «deber». Con anterioridad a los estoicos en la cultura griega se puede encontrar —como es obvio— la noción correspondiente a lo que el Pórtico llama kathekon, si bien expresado en otros términos y en ningún caso delimitado como pro­ blema unitario, sin que nunca se haya formulado de manera consciente y precisa. Max Pohlenz opina que Zenón extrajo del patrimonio espiritual semítico el concepto de «mandamiento», tan familiar a los judíos, creando el concepto de kathekon mediante el injerto de la noción de mandamiento sobre el concepto griego de physis, lo cual resulta verosímil. Lo cierto es que Zenón y el Pórtico, al elaborar el concepto de kathekon, otorgaron a la historia espiritual de Occidente una aportación de primera magnitud: en sus diversas versiones, el concepto de «deber» se ha transformado en una auténtica categoría del pensamiento moral occidental. 

Sin embargo los estoicos también aportan novedades en lo que concierne a la interpre­ tación del vivir social. La naturaleza impulsa al hombre a conservar su propio ser y a amarse a sí mismo. Este instinto primordial no limita su ámbito a la mera conser­ vación del individuo: de inmediato, el hombre amplía la oikeiosis a sus hijos y a sus parientes, y de manera inmediata, a todos sus semejantes. La naturaleza, al igual que obliga a amarse a sí mismo, obliga a amar también a los que hemos engendrado y a los que nos han engendrado. Y también es la naturaleza la que nos empuja a unirnos a los demás y a ayudarles. Dejando de vivir en el claustro de su individualidad, como prescribía Epicuro, el hombre vuelve a ser animal comunitario. La nueva fórmula demuestra que no se trata de un simple retorno al pensamiento aristotéli­ co, que definía al hombre como animal político. El hombre, más que haber sido hecho para asociarse en una polis, ha sido hecho para unirse en sociedad con todos los hombres. Basándose en esto, los estoicos procla­ man un ideal acusadamente cosmopolita.

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