EL EPICUREISMO

 E p ic u r o y l a f u n d a c ió n d e l Ja r d ín (« K e p o s»)

El Jardín de Epicuro y sus nuevas finalidades

En orden cronológico la primera de las grandes escuelas helenísticas fue la de Epicuro, que surgió en Atenas hacia finales del siglo iv a.C. (probablemente en el 307/306 a.C.). Epicuro había nacido en Samos en el 341 a.C. y ya había enseñado en Colofón, Mitilene y Lámpsaco. El trasla­ do de la escuela a Atenas constituía en sentido estricto un desafío de Epicuro a la Academia y al Peripato, el comienzo de una revolución espiritual. Epicuro se había dado cuenta de que tenía algo nuevo que decir, algo que tenía futuro ante sí, mientras que a las escuelas de Platón y de Aristóteles les quedaba casi exclusivamente el pasado. Aunque se trataba de un pasado próximo, desde el punto de vista cronológico, los nuevos acontecimientos lo habían convertido súbitamente en algo remoto, desde una perspectiva espiritual. Por lo demás, incluso los sucesores de Platón y Aristóteles —como hemos visto— estaban vaciando, en el interior de sus escuelas, el mensaje de los fundadores. El lugar que eligió Epicuro para su escuela expresa la revolucionaria novedad de su pensamiento: no se trataba de un gimnasio, símbolo de la Grecia clásica, sino de un edificio con un jardín —un huerto, más bien— en las afueras de Atenas. El jardín estaba alejado del tumulto de la vida pública ciudadana y cercano al silencio de la campiña, aquel silencio y aquella campiña que no les decían nada a los filósofos clásicos, pero que se convierten en algo muy importante para la nueva sensibilidad helenística. De aquí proviene el nombre de Jardín (en griego, Kepos) con que fue denominada la escuela, y las expresiones «los del Jardín» o «los filósofos del Jardín» se transformaron es sinónimas de seguidores de Epicuro o epicúreos. 

De la riquísima producción de Epicuro nos han llegado en su integridad las Cartas dirigidas a Heródoto, Pitocles y Meneceo (dedicadas a resumir sus doctrinas), dos series de Aforismos y varios fragmentos. El mensaje que procedía del Jardín puede resumirse en unas cuantas proposiciones generales: a) la realidad es algo perfectamente penetrable y cognoscible por la inteligencia del hombre; b) en las dimensiones de lo real hay espacio suficiente para la felicidad del hombre; c) la felicidad es carencia de dolor y de perturbación; d) para lograr esta felicidad y esta paz, el hombre sólo tiene necesidad de sí mismo; e) no le hacen falta, pues, la ciudad, las instituciones, la nobleza, las riquezas, ninguna otra cosa y ni siquiera los dioses. El hombre es perfectamente autárquico. Con respecto a este mensaje, se hace evidente que todos los hombres son iguales, porque todos aspiran a la paz mental, todos tienen derecho a ella y todos, si quieren, pueden alcanzarla. Por consiguiente, el Jardín quiso abrir sus puertas a todos: a nobles y a plebeyos, a libres y esclavos, a hombres y mujeres, e incluso a hetairas en busca de redención. La nueva doctrina que procedía del Jardín era original precisamente en su espíritu peculiar, en la clave espiritual que la caracterizaba: no constituía un movi­ miento a la moda, con un atractivo exclusiva o predominantemente inte­lectual, sino la llamada a un tipo de vida del todo inhabitual. 

En Epicuro, como ha sido justamente señalado por los modernos especialistas, se da más de un rasgo que recuerda la figura del profeta y del santo en una dimensión mundana. «El Jardín servía de base para instruir a los misione­ ros, y la casa era centro de una intensa propaganda. Los fragmentos que han llegado hasta nosotros nos informan sobre la difusión del movimiento, incluso en la vida del fundador. Sabemos de cartas “a los amigos de Lámp- saco”, “a los amigos de Egipto”, “a los amigos de Asia”, “a los filósofos de Mitelene” A través de su literatura epistolar dirigida a sus comunidades dispersas por el Oriente, Epicuro parece un precursor de san Pablo» (B. Farrington). Obviamente Epicuro es precursor de Pablo sólo en el espíritu misionero y no en el contenido de su mensaje. La fe epicúrea es una fe en este mundo, negadora de toda trascendencia y radicalmente ligada con la dimensión de lo natural y lo físico. Resultan radicalmente discutidos y negados por ella los resultados metafísicos de la segunda navegación pla­ tónica, al igual que todos los avances aristotélicos.

La canónica epicúrea

En substancia Epicuro aceptó la división realizada por Jenócrates con respecto a la filosofía: lógica, física y ética. La primera debe elaborar los cánones según los cuales reconocemos la verdad, la segunda estudia la constitución de lo real y la tercera, la finalidad del hombre (la felicidad) y los medios para alcanzarla. Es en función exclusiva de la tercera como se elaboran las dos primeras. Platón había afirmado que la sensación confunde al alma y distrae del ser. Epicuro invierte por completo esta postura, sosteniendo que al con­ trario la sensación, y sólo ella, capta el ser de modo infalible. Ninguna sensación se equivoca nunca, Cicerón nos refiere: «Epicuro llegó hasta el extremo de decir que, si una sensación una sola vez en la vida nos indujese a un error, ya no existiría la posibilidad de creer en ninguna sensación»; «Epicuro temía que, si una sola de las sensaciones se nos revelase como engañosa, no pudiese afirmarse la verdad de ninguna otra. Llamaba a los sentidos “mensajeros de la verdad”». Los argumentos que Epicuro aducía en favor de la absoluta verosimilitud de todas las sensaciones son las siguientes: 1) En primer lugar, la sensación es una afección, algo pasivo y, en cuanto tal, es provocada por algo de lo cual ella constituye un efecto correspondiente y adecuado. 2) En segundo lugar, la sensación es objetiva y verdadera porque ha sido producida y garantizada por la estructura atómica de la realidad (de la que hablaremos más adelante). De todas las cosas brotan conjuntos de átomos, que constituyen imágenes o simula­ cros, y la penetración en nosotros de tales simulacros es, precisamente, la que produce la sensación. Las sensaciones son registros objetivos de los simulacros en cuanto tales, incluso en aquellos casos en que se considera erróneamente que son ilusiones de los sentidos. Por ejemplo, cuando un objeto aparece bajo formas diferentes, en función del lugar o de la distan­cia a la que nos encontramos: el simulacro del objeto cercano es, en efecto, distinto del simulacro del objeto lejano. Por lo tanto, lo que para algunos constituye una prueba de que los sentidos engañan, es en realidad una prueba de su objetividad. 3) Por último, la sensación es algo arracio- nal y, por lo tanto, incapaz de quitar o de añadir algo a sí misma: por consiguiente, es objetiva. 

Como segundo criterio de verdad Epicuro proponía las prolepsis, anticipaciones o prenociones, que son las representaciones mentales de las cosas, es decir, la memoria de lo que a menudo se nos ha mostrado desde fuera. La experiencia deja en la mente una impronta de las pasadas sensa­ciones y dicha impronta nos permite conocer por adelantado los rasgos de las cosas correspondientes, aunque no las tengamos ahora delante nues­tro. Para decirlo con otras palabras, nos anticipa las características que tendrán las cosas cuando la sensación nos las ponga otra vez ante nos­otros. La prolepsis, pues, anticipa la experiencia, pero sólo porque —y en medida en que— haya sido producida ella misma por la experiencia. Los nombres son expresión natural de estas prolepsis y también ellos constitu­yen una manifestación natural de la acción originaria de las cosas sobre nosotros. Como tercer criterio de verdad Epicuro coloca los sentimientos de placer y de dolor. Las afecciones de placer y de dolor son subjetivas, por las mismas razones que lo son todas las sensaciones. Sin embargo, dichas afecciones poseen una importancia muy peculiar. Al igual que todas las demás sensaciones, sirven como criterio para distinguir lo verdadero de lo falso, el ser del no ser. Además constituyen el criterio axiológico que sirve para discriminar el bien del mal, y de este modo constituyen el criterio de la elección o la no elección, es decir, la regla de nuestro actuar. Sensaciones, prolepsis y sentimientos de placer y dolor poseen una característica común, que garantiza su valor de verdad: la evidencia inme­ diata. Por lo tanto, mientras nos limitemos a la evidencia y aceptemos como verdadero lo que es evidente, no podemos errar, porque la eviden­ cia siempre procede de la acción directa que ejercen las cosas sobre nues­ tro ánimo. Evidente en sentido estricto es, entonces, sólo aquello que resulte tan inmediato como las sensaciones, las anticipaciones y los senti­ mientos. Sin embargo, como el razonar no se puede limitar a lo inmedia­ to, al tratarse de una operación de mediación, surge la opinión y, con ella, nace la posibilidad del error. Por lo tanto, mientras que las sensaciones, las prolepsis y los sentimientos siempre son verdaderos, las opiniones a veces pueden ser verdaderas y a veces falsas. Debido a ello, Epicuro trató de determinar los criterios que sirven para distinguir las opiniones verda­ deras de las falsas. Son verdaderas aquellas opiniones que a) reciben una aseveración fe­ haciente, esto es, una confirmación procedente de la experiencia y de la evidencia, y b) no reciben una aseveración contraria, esto es, no son desmentidas por la experiencia y la evidencia. En cambio, son falsas las opiniones que a) reciben una aseveración contraria, es decir, son desmen­ tidas por la experiencia y la evidencia, y b) no reciben una aseveración fehaciente, es decir, no reciben confirmación procedente de la experiencia y la evidencia. Hay que advertir que la evidencia constituye siempre el parámetro a través del cual se mide y se reconoce la verdad. En todo caso, se trata siempre de una evidencia meramente empírica: es la evidencia que apare­ce ante los sentidos y no la que aparece ante la razón. Se aprecian aquí más que nunca las onerosas hipotecas sensistas de la canónica epicúrea, que la convierten en inadecuada e insuficiente con respecto a las exigen­ cias de la construcción de la física epicúrea misma. De hecho, los concep­tos básicos de la física epicúrea —los átomos, el vacío o la declinación de los átomos— no son cosas evidentes de por sí, ya que en ningún caso resultan sensorialmente comprobables. Sin embargo, afirma Epicuro, se trata de cosas no evidentes que se han supuesto y opinado con objeto de dar razón de los fenómenos y en acuerdo con éstos. Como es obvio, Epicuro está muy lejos de poder demostrar que precisamente los átomos, el vacío, la declinación, etc., sean las únicas cosas que puedan suponerse para explicar los fenómenos. Hay otros principios, completamente distin­ tos a éstos, que podrían alardear también de falta de aseveración contraria procedente de la experiencia. Recordemos por último que desde hace tiempo los expertos han indi­cado que, a partir de la afirmación según la cual todas las sensaciones son verdaderas, cabe deducir tanto un objetivismo absoluto —tal como hace Epicuro— como un absoluto subjetivismo, lo cual es el caso de Protágo- ras. La verdad es que, cualquier hipótesis, no sólo la física sino también la ética epicúreas van mucho más allá de lo que permitiría por sí misma la canónica, como hemos constatado.

 La ética epicúrea

Si la esencia del hombre es material, también será necesariamente material su bien específico, aquel bien que actualizado y realizado otorga la felicidad. Sea cual fuere este bien, la naturaleza, considerada en su inmediatez, nos lo comunica sin ambages, tal como se ha visto antes: el bien es el placer. Los cirenaicos ya habían extraído la misma conclusión. Epicuro, no obstante, rectifica radicalmente el hedonismo de aquéllos. Los cirenaicos sostenían que el placer es un movimiento suave, mientras que el dolor es un movimiento violento, y negaban que fuese placer el estado intermedio de quietud, esto es, la ausencia de dolor. Epicuro no sólo admite este tipo de placer en reposo (catastemático), sino que le otorga la máxima importancia, considerándolo como el límite supremo, la culminación del placer. Además, mientras que los cirenaicos consideraban que los placeres y dolores físicos eran superiores a los psíquicos, Epicuro defiende exactamente lo contrario. Como era un excelente investigador de la realidad del hombre, Epicuro comprendió a la perfección que, en mucha mayor medida que los gozos o los sufrimientos del cuerpo —cir­ cunscritos en el tiempo— tienen importancia los ecos interiores y los mo­ vimientos de la psique que acompañan a aquéllos y que duran mucho más. El verdadero placer para Epicuro consiste en la ausencia de dolor en el cuerpo (aponía) y la carencia de perturbación en el alma (ataraxia). Éstas son las palabras del filósofo: «Cuando afirmamos que el placer es un bien, no nos referimos para nada a los placeres de los disipados, que consisten en embriagueces, como creen algunos que ignoran nuestras enseñanzas o las interpretan mal. Aludimos a la ausencia de dolor del cuerpo, a la ausencia de perturbación en el alma. Ni las libaciones y los festejos ininte­ rrumpidos ni el gozar de muchachos y de mujeres, ni el comer pescado o todo lo demás que puede brindar una mesa opulenta, es el origen de la vida feliz. Sólo lo es aquel sobrio razonar que escudriña a fondo las causas de todo acto de elección y de rechazo, y que expulsa las opiniones falsas, por medio de las cuales se adueña del alma una gran perturbación.» Si esto es así, el elemento que rige nuestra vida moral no es el placer en cuanto tal, sino la razón que juzga y discrimina, es decir, la sabiduría práctica que elige entre los placeres aquellos que no acarrean dolores y perturbaciones, y desprecia aquellos placeres que ofrecen un gozo mo­ mentáneo, pero ocasionan dolores y perturbaciones posteriores. Para garantizar el logro de aponía y la ataraxia, Epicuro distinguió entre: 1) placeres naturales y necesarios; 2) placeres naturales pero no ne­ cesarios; 3) placeres no naturales y no necesarios. 

A continuación estable­ció que el objetivo deseado se alcanza satisfaciendo siempre el primer tipo de placeres, limitándose con relación al segundo tipo y huyendo siempre del tercero. A este propósito, Epicuro asume una posición que sin exage­ rar puede calificarse de «ascética», por las razones siguientes. 1) Entre los placeres del primer grupo, los naturales y necesarios, Epicuro sólo enumera aquellos que están íntimamente ligados con la con­servación de la vida del individuo. Son éstos los únicos verdaderamente provechosos, en la medida en que eliminan los dolores del cuerpo: por ejemplo, el comer cuando se tiene hambre, el beber cuando se tiene sed, el reposar cuando se está fatigado, y así sucesivamente. De este grupo se excluye el deseo y el placer del amor, porque es una fuente de perturba­ ción. 2) Entre los placeres del segundo grupo, en cambio, Epicuro men­ ciona todos aquellos deseos y placeres que constituyen las variaciones superfluas de los placeres naturales: comer bien, beber licores refinados, vestir de manera rebuscada, etc. 3) Finalmente, entre los placeres del tercer grupo, no naturales y no necesarios, Epicuro colocaba los placeres vanos, que son los nacidos de las vanas opiniones de los hombres: todos aquellos placeres vinculados al deseo de riqueza, poderío, honores y cosas semejantes. Los deseos y los placeres del primer grupo son los únicos que hay que satisfacer siempre y en todos los casos, porque poseen por naturaleza un límite preciso, que consiste en la eliminación del dolor: una vez que éste ha desaparecido, el placer ya no crece más. Los deseos y placeres del segundo grupo carecen de ese límite, porque no hacen desaparecer el dolor corporal: sólo modifican el placer y pueden provocar un daño nota­ble. 

Finalmente los placeres del tercer grupo no quitan el dolor del cuerpo y además provocan siempre una perturbación en el alma. Esto explica a la perfección las siguientes conclusiones: «la riqueza, de acuerdo con la natu­raleza, consiste toda ella en comida, agua y un abrigo cualquiera para el cuerpo; la riqueza superflua provoca en el alma un ilimitado aumento en los deseos.» Si ponemos una valla a nuestros deseos y los reducimos a aquel primer núcleo esencial, lograremos riqueza y felicidad abundantes, porque para procurarnos aquellos placeres nos bastamos a nosotros mis­mos, y en este bastarnos a nosotros mismos (autarquía) reside la mayor riqueza y felicidad. Cuando se apoderan de nosotros los males físicos no queridos, ¿qué debemos hacer? Epicuro responde: si se trata de un mal leve, el dolor físico es siempre soportable y jamás llega a ofuscar la alegría del ánimo. Si es agudo, pasa con rapidez; y si es muy agudo, conduce rápidamente a la muerte, la cual constituye siempre, como veremos, un estado de absoluta insensibilidad. ¿Y los males del alma? Sobre ellos no es preciso extenderse, porque no son otra cosa que los producidos por las opiniones falaces y por los errores de la mente. La filosofía de Epicuro se presenta como el remedio más eficaz y el antídoto más seguro contra aquellos males. ¿Y la muerte? La muerte es un mal únicamente para quienes compar­ ten opiniones falsas en torno a ella. Puesto que el hombre es un compues­ to alma en un compuesto cuerpo, la muerte no es más que la disolución de estos compuestos: los átomos se esparcen por todas partes, la conciencia y la sensibilidad dejan de existir, y del hombre sólo quedan desechos que se dispersan, esto es, nada. Por consiguiente, la muerte no es algo temible en sí mismo, porque cuando llega, ya no sentimos nada, y después de ella no queda nada de nosotros, ya que tanto nuestra alma comp nuestro cuerpo se disuelven completamente. Por último, tampoco quita nada a la vida por la que hemos atravesado, ya que a la absoluta perfección del placer no le es necesaria la eternidad.

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