Capitulo XIII del Leviatán - T. Hobbes

Leviatán

Thomas Hobbes

CAPITULO XIII.  DE LA "CONDICIÓN NATURAL" DEL GÉNERO HUMANO, EN LO QUE CONCIERNE A SU FELICIDAD Y A SU MISERIA

Hombres iguales por naturaleza. La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y del espí­ritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se con­sidera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él. En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mis­mo peligro que él se encuentra. (...)
De la igualdad procede la desconfianza. De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfru­tarla ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conservación, y a veces su delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro. De aquí que un agresor no teme otra cosa que el poder sin­gular de otro hombre; si alguien planta, siembra, construye o po­see un lugar conveniente, cabe probablemente esperar que ven­gan otros, con sus fuerzas unidas, para desposeerle y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida o de su li­bertad. Y el invasor, a su vez, se encuentra en el mismo peligro con respecto a otros.
De la desconfianza, la guerra. Dada esta situación de descon­fianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que nin­gún otro poder sea capaz de amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que requiere su propia conservación, y es generalmente permi­tido. Como algunos se complacen en contemplar su propio poder en los actos de conquista, prosiguiéndolos más allá de lo que su seguridad requiere, otros, que en diferentes circunstancias serían felices manteniéndose dentro de límites modestos, si no aumentan su fuerza por medio de la invasión, no podrán subsistir, durante mucho tiempo, si se sitúan solamente en plan defensivo. Por consiguiente siendo necesario, para la conservación de un hombre aumentar su dominio sobre los semejantes, se le debe permitir también.
Además, los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En efecto, cada hombre considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí mismo. Y en presencia de todos los signos de desprecio o subestimación, procura naturalmente, en la medida en que puede atreverse a ello (lo que entre quienes no reconocen nin­gún poder común que los sujete, es suficiente para hacer que se destruyan uno a otro), arrancar una mayor estimación de sus contendientes, infligiéndoles algún daño, y de los demás por el ejemplo.
Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas princi­pales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la descon­fianza; tercera, la gloria.
La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lo­grar un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, re­curre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido.
Fuera del estado civil hay siempre guerra de cada uno contra todos. Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así como la natura­leza del mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión a llover durante varios días, así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición ma­nifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz.
Son incomodidades de una guerra semejante. Por consiguien­te, todo aquello que es consustancial a un tiempo de guerra, du­rante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también en el tiempo en que los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia invención pueden propor­cionarles. En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pue­den ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve. (...)
En semejante guerra nada es injusto. En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe; donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia no son facultades ni del cuerpo ni del espíritu. Si lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviera solo en el mundo, lo mismo que se dan sus sensaciones y pasiones. Son, aquéllas, cualidades que se refieren al hombre en sociedad, no en estado solitario. Es natural también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni dis­tinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que pueda tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo. Todo ello puede afir­marse de esa miserable condición en que el hombre se encuentra por obra de la simple naturaleza, si bien tiene una cierta posibili­dad de superar ese estado, en parte por sus pasiones, en parte por su razón.
Pasiones que inclinan a los hombres a la paz. Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el temor a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la es­peranza de obtenerlas por medio del trabajo. La razón sugiere adecuadas normas de paz, a las cuales pueden llegar los hombres por mutuo consenso. Estas normas son las que, por otra parte, se llaman leyes de naturaleza: a ellas voy a referirme, más particu­larmente, en los dos capítulos siguientes.

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