EL ESCEPTICISMO

Pirrón y la moral escéptica

Antes de que Epicuro y Zenón fundasen sus escuelas respectivas, Pi­ rrón —nacido en Elis— había comenzado a difundir el nuevo mensaje escéptico a partir del 323 a.C. o poco después. Dio comienzo así un movi­ miento de ideas destinado a asumir un desarrollo notable en el mundo antiguo. Al igual que el Jardín y el Pórtico, estaba destinado a crear un modo de pensar y una nueva actitud espiritual, que permanecerán en la historia de las ideas de Occidente como puntos obligados de referencia. Pirrón había nacido en Elis entre el 365 y el 360 a.C. Junto con Ana- xarco de Abdera, filósofo seguidor del atomismo, tomó parte en la expe­ dición de Alejandro a Oriente (334-323 a.C.). Este acontecimiento influ­ yó mucho sobre su espíritu, demostrándole que de manera repentina po­ día destruirse todo lo que hasta entonces había sido considerado como indestructible y que carecían de fundamento inveteradas convicciones de los griegos. En Oriente Pirrón se encontró con los gimnosofistas, una especie de sabios de la India, de quienes aprendió el sentido de la vanidad de todas las cosas (uno de estos gimnosofistas, Galano, se provocó la muerte de forma voluntaria, echándose a las llamas y soportando impasi­ ble el tormento de las quemaduras). Alrededor del 324-323 a.C. Pirrón regresó a Elis, donde vivió y enseñó, sin escribir ninguna obra. Murió entre el 275 y el 270 a.C. Pirrón no fundó una escuela propiamente dicha y sus discípulos se relacionaron con él de una manera diferente a los esquemas tradicionales. Más que discípulos en sentido estricto, se trataba de admiradores y de imitadores: buscaban en el maestro sobre todo un nuevo modelo de vida, un paradigma existencial al que hacer referencia constante, una prueba segura de que, a pesar del hundimiento de los antiguos valores ético-polí- ticos, aún se podía lograr la felicidad y la paz del espíritu, aunque se considerase imposible construir o proponer otra serie de valores. Precisamente en esto radica la novedad que distingue el mensaje de Pirrón con respecto a los filósofos anteriores, que buscaban la solución de otros problemas, y con respecto a los de su propia época. Estos últimos, los fundadores del Jardín y del Pórtico, buscaban la solución del mismo problema de fondo, el problema de la vida. Pirrón, en oposición a ellos, sostiene la convicción de que es posible vivir con arte una vida feliz, aun sin la verdad y sin los valores, al menos de la forma en que habían sido concebidos y venerados en el pasado. 

¿Cómo llegó Pirrón a esta convic­ción tan atípica, en comparación con el racionalismo generalizado de los griegos? ¿Cómo pudo extraer una regla de vida y construir una sabiduría, renunciando al ser y a la verdad y declarando que todas las cosas eran una vana apariencia? La respuesta de Pirrón aparece en un valioso testimonio del peripatéti­ co Aristo'cles, que la recibe directamente de las obras de Timón, discípulo inmediato de Pirrón: «Pirrón de Elis (...) no dejó escrita ninguna obra; pero su discípulo Timón afirma que el que pretenda ser feliz debe mirar estas tres cosas: 1) en primer lugar, cómo son las cosas por naturaleza; 2) en segundo lugar, cuál debe ser nuestra disposición hacia ellas; 3) por último, qué pasará si nos comportamos así. Él afirma que Pirrón muestra que las cosas 1) son de igual forma, sin diferencias, sin estabilidad, indis­ criminadas; por eso, nuestras sensaciones y nuestras opiniones no son ni verdaderas ni falsas. 2) No es preciso, por lo tanto, otorgar nuestra con­ fianza a éstas, sino carecer de opiniones, de inclinaciones, de sacudidas, diciendo acerca de todas las cosas «es no más de lo que no es» o «es y no es», o bien «ni es ni no es». 3) Aquellos que se encuentren en esta disposi­ción, Timón afirma que lograrán primero la apatía y luego la imperturba­ bilidad. 1) De los tres elementos básicos del pirronismo, que aparecen en el texto antes citado, el primero es el más importante y el más difícil de interpretar. La dificultad reside en lo siguiente: ¿Pirrón quiere decir que las cosas en sí mismas son indiferentes, inmensurables e indiscernibles * o bien afirma que son así, no en sí mismas, sino sólo para nosotros? La indiferencia de las cosas, ¿es objetiva o subjetiva? La mayor parte de los intérpretes —en su gran mayoría, bajo la influencia del escepticismo pos­ terior— han creído en el pasado que Pirrón pretendía simplemente decir que nosotros los hombres, no poseemos los instrumentos (sentidos y razón) adecuados para captar las diferencias, las magnitudes y las determinacio­ nes de las causas. En realidad, empero, este texto parece afirmar lo con­ trario. No dice: ya que las sensaciones y las opiniones son inadecuadas, las cosas resultan para nosotros indiferenciadas, inmensurables e indiscrimi­ nadas. Por lo contrario sostiene que las cosas mismas son indiferenciadas, inmensurables e indiscriminadas, y que precisamente como consecuencia de ello los sentidos y las opiniones no pueden afirmar ni la verdad ni la falsedad. En conclusión, son las cosas las que, al ser como son, incapaci­ tan los sentidos y la razón para llegar a la verdad y a la falsedad, y no viceversa. Pirrón, por lo tanto, negó el ser y los principios del ser, redu­ciéndolo todo a apariencia, como nos dice otro texto importante de Ti­món: «Pero la apariencia domina totalmente, allí adonde llegue.» Este fenómeno (apariencia), como tendremos ocasión de comprobar, fue transformado por los escépticos posteriores en el fenómeno entendido como apariencia de algo que está más allá de lo que aparece (una cosa en sí), extrayendo de esta transformación numerosas deducciones que en realidad no parecen estar presentes en Pirrón.

La Academia escéptica de Arcesilao

El escepticismo no se agota en el círculo de pensadores que se formó en torno a Pirrón. Mientras que Timón se dedicaba a fijar y desarrollar en sus escritos las directrices básicas del pirronismo, en la Academia platóni­ ca Arcesilao (nacido en Pitane en el 315 a.C. aproximadamente y fallecido alrededor del 240 a.C.) inauguraba una nueva etapa de la escuela, asu­ miendo posturas que en ciertos aspectos se aproximaban a las de Timón y Pirrón. Arcesilao utilizó ampliamente el método irónico-refutatorio, que Sócrates y Platón utilizaban para buscar lo verdadero, en el nuevo sentido escéptico, dirigiéndolo de manera abierta e implacable contra los estoicos especialmente y, sobre todo, contra Zenón. Había que refutar el estoicis­mo con sus mismas armas y había que reducirlo al silencio.  De un modo particular, Arcesilao sometió a una severa crítica el criterio estoico de verdad, que los filósofos del Pórtico identificaban —como ya sabemos— con la representación cataléptica. El núcleo de su crítica consistía en lo siguiente: «Si la aprehensión consiste en el asentimiento ante la represen­ tación cataléptica, no existe tal aprehensión. En primer lugar, porque el asentimiento no tiene lugar en relación con la representación, sino en relación con la razón: los asentimientos son juicios. En segundo lugar, porque no se encuentra ninguna representación que resulte verdadera hasta el punto de excluir toda falsedad.» 

En consecuencia, cuando asenti­mos, nos arriesgamos a asentir a algo que puede ser también falso. Del asentimiento no surge jamás certidumbre ni verdad, sino exclusivamente opinión. Se plantea entonces el siguiente dilema: el sabio estoico tendrá que contentarse con opiniones o —si tal cosa le resulta inaceptable, puesto que sólo es sabio quien posee la verdad— habrá de suspender el asenti­ miento, ser acataléptico. Arcesilao, una vez establecido que nunca existe una evidencia absoluta, generaliza la suspensión del juicio que los estoicos recomendaban sólo para los casos de falta de evidencia. Ya hemos manifestado que Arcesilao, y no Pirrón, parece haber sido el creador del término epoche, si no también del concepto mismo, en el contexto de la polémica antiestoica. Como hemos visto, empero, Pirrón hablaba ya de abstención del juicio y de adoxia. Por lo tanto, lo que hizo Arcesilao fue profundizar en el concepto pirrónico y desarrollarlo, apli­ cándolo hábilmente a la polémica antiestoica. Como es natural, los estoicos reaccionaron con fuerza y objetaron que la radical suspensión del asentimiento implicaba la imposibilidad de solu­ cionar el problema de la vida (único problema que, como sabemos, intere­ saba a la filosofía de la época) y convertía en imposible cualquier acción. Arcesilao replicó mediante el argumento del eulogon o lo razonable, que puede resumirse del modo siguiente. No es verdad que, al suspender el juicio, se haga imposible la acción moral. Los estoicos, para explicar las frecuentes acciones morales, habían introducido el concepto de deberes, considerándolos como acciones que tienen su propia justificación plausi­ ble y razonable.Únicamente el sabio era capaz de realizar acciones mora­ les perfectas, pero todos eran capaces de cumplir con sus deberes. Esto demuestra, por tanto, que la acción moral se hace posible aunque no se encuentre la Verdad ni la certeza absoluta, puesto que los «deberes» son posibles de cumplir aun careciendo de la verdad y la certeza absolutas. 

El sentido del argumento parece consistir en que basta con lo razonable o lo plausible para llevar a cabo acciones rectas. Quien realiza acciones razo­ nables es feliz, pero la felicidad implica sabiduría (phronesis). En conse­ cuencia, las acciones efectuadas de acuerdo con el criterio de lo razonable son sabias y son asimismo auténticas acciones rectas. Con esto se demues­ tra, apelando a las mismas armas de los estoicos, que es suficiente con lo razonable y que son absurdas las pretensiones del sabio estoico y de su moral superior. A Arcesilao, por último, se le atribuye un dogmatismo esotérico, junto a su escepticismo exotérico. En otras palabras esto significa que habría hecho profesión de escepticismo hacia afuera y de dogmatismo platónico en el interior de la Academia con los discípulos más íntimos. Es probable, sin embargo, que se trate sólo de una ficción, ya que las fuentes de que disponemos no están en condiciones de confirmar para nada tal hipótesis.

Carnéades y el desarrollo del escepticismo académico

Durante alrededor de medio siglo la Academia avanzó de modo cansi­ no por el camino que había abierto Arcesilao. Carnéades, nacido en Cire- ne en torno al 219 a.C. y fallecido en el 129 a.C., hombre dotado de un enorme vigor intelectual y de una excepcional capacidad dialéctica unida a una habilidad retórica extraordinaria, fue quien se encargó de otorgarle un nuevo impulso. Tampoco Carnéades escribió nada, limitándose a una enseñanza exclusivamente oral. Según Carnéades no existe ningún criterio de verdad en general, como nos refiere una fuente antigua: «Carnéades, por lo que se refiere al crite­ rio de verdad, se opuso no sólo a los estoicos, sino a todos los filósofos que le precedieron. Su primer argumento, dirigido ál mismo tiempo contra todos los filósofos, es aquel en el que establece que no existe en absoluto ningún criterio de verdad: ni el pensamiento, ni la sensación, ni la repre­sentación, ni ninguna otra de las cosas que existen. Todas estas cosas, en conjunto, nos engañan.» Al faltar un criterio general y absoluto de verdad, desaparece también toda posibilidad de hallar una verdad particular. Sin embargo, no por esto desaparece también la necesidad de la acción. 

Precisamente para resolver el problema de la vida, Carnéades propone su famosa doctrina de lo probable, que puede resumirse en los siguientes términos: a) Con respecto al objeto, su representación es verdadera o falsa. En cambio, con respecto al sujeto aparece como verdadera o falsa. Dado que lo objetivamente verdadero escapa al hombre, hay que atenerse al criterio de lo que aparece como verdadero y esto es lo probable (pithanon). b) Dado que las representaciones se dan siempre vinculadas entre sí, aquella representación que se halla acompañada por otras, de manera que ninguna de éstas la contradice, es la que nos ofrece un grado más elevado de credibilidad. Se tiene entonces la representación persuasiva y no con­tradicha, que posee un mayor grado de probabilidad, como es obvio. c) Por último, se tiene una representación persuasiva no contradicha y examinada por todas partes, cuando a las garantías de los dos tipos prece­dentes se añade asimismo la garantía de un examen metódico y completo Carnéades (que vivió entre el siglo m y el n a.C.) fue el representante más insigne de la Academia escéptica de todas las representaciones vinculadas a ella. Aquí hallamos un grado aún mayor de probabilidad. 

En aquellas circunstancias en que sea preciso decidir con urgencia, nos tendremos que contentar con la primera repre­sentación. Si tenemos más tiempo, trataremos de obtener la segunda. Y si disponemos de todo el tiempo requerido para proceder a un examen com­ pleto, conseguiremos la tercera clase de representación. Basándose en esta doctrina se ha hablado de probabilismo de Carnéa- des, considerándolo como una vía intermedia entre el escepticismo y el dogmatismo. Sin embargo, en época reciente la crítica ha mostrado que la doctrina de lo probable de Carnéades, más que como una profesión de dogmatismo mitigado, hay que entenderla como argumentación dialéctica que se propone invertir el dogmatismo de los estoicos, al igual que sucede con la doctrina de lo razonable o lo plausible de Arcesilao. En otras palabras, Carnéades habría buscado demostrar que el sabio estoico, dado que no existía un criterio absoluto de verdad, adoptaba —al igual que todos los hombres— el criterio de lo probable. Veamos cuál es su razonamiento. Si no existe una representación com­ prensiva, todo es incomprensible (acataléptico) y hay que asumir una de estas dos posturas: a) la epoche, la suspensión del asentimiento y del juicio, o b) el asentimiento otorgado a aquello que, sin embargo, resulta objetivamente incomprensible. Si bien desde un punto de vista teórico la primera posición es la correcta, para vivir los hombres debemos abrazar en cambio la segunda postura, por motivos prácticos. Ni siquiera los estoi­ cos constituyen una excepción a ello: por tanto, su actuar no estará basado sobre el fantasmal criterio absoluto de verdad, sino sobre el criterio de probabilidad, que es un criterio subjetivo y no objetivo, y el único del cual dispone el hombre en todos los casos.

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