EL CINISMO

E l f l o r e c im ie n t o d e l c in is m o y l a d e s a p a r ic ió n
DE LAS ESCUELAS SOCRÁTICAS MENORES

Diógenes y la radicalización del cinismo

Como ya hemos visto, desde un punto de vista doctrinal Antístenes fue el fundador del cinismo o, porio menos, de sus aspectos principales. No obstante, le tocó a Diógenes de Sinope la fortuna de convertirse en princi­ pal exponente y casi en símbolo de este movimiento. Diógenes fue un contemporáneo, algo mayor, de Alejandro. Una fuente antigua nos refie­ re, además, que murió en Corinto el mismo día en que Alejandro murió en Babilonia. Su encuentro con Antístenes habría tenido lugar, según un testimonio de la antigüedad, en la siguiente forma: «Al llegar a Atenas, Diógenes se tropezó casualmente con Antístenes. Como éste —que no quería acoger a nadie como alumno— lo rechazaba, continuó perseveran­ do con tozudez, hasta salirse con la suya. Y en una ocasión en que Antíste­ nes levantó el bastón contra él, Diógenes le acercó la cabeza, agregando: “Golpea, que no encontrarás madera tan dura que me haga desistir de lograr que me digas algo, como a mí me parece que es tu deber.” A partir de entonces se convirtió en oyente suyo. Diógenes no sólo llevó hasta sus últimas consecuencias las cuestiones planteadas por Antístenes, sino que las supo convertir en auténtica vida con un rigor y una coherencia tan radicales, que durante siglos enteros fueron considerados como algo verdaderamente extraordinario. Diógenes provocó la ruptura de la imagen clásica del hombre griego, y la nueva imagen que propuso fue muy pronto considerada como un paradigma. Durante la primera parte de la época helenística y, más tarde, durante la época imperial, se reconoció en dicha imagen la expresión de una parte esencial de las propias exigencias fundamentales.

El programa de nuestro filósofo se expresa por completo en la célebre frase «busco al hombre», que —como se nos narra— Diógenes pronuncia­ ba caminando con una linterna encendida en pleno día, por los sitios más atestados de gente. Con una ironía evidente y provocadora, Diógenes quería dar a entender lo siguiente: busco al hombre que vive de acuerdo con su esencia más auténtica, busco al hombre que, más allá de todas las exterioridades, de todas las convenciones sociales, y más allá de los capri­ chos de la suerte y de la fortuna, sabe encontrar su genuina naturaleza, sabe vivir conforme a ella y, así, sabe ser feliz. Una antigua fuente nos refiere: «Diógenes el Cínico clamaba repetida­ mente que los dioses han concedido a los hombres fáciles medios de vida, pero que sin embargo los han ocultado a los ojos humanos.» Precisamen­ te, Diógenes se propuso la tarea de volver a situar ante la vista de los hombres esos fáciles medios de vida, demostrando que el hombre siempre tiene a su disposición lo que se necesita para ser feliz, a condición de que sepa darse cuenta de cuáles son las exigencias reales de su naturaleza. Hay que entender en este contexto sus afirmaciones acerca de la inuti­ lidad de las matemáticas, la física, la astronomía y la música, y sobre lo absurdo de las construcciones metafísicas. El comportamiento, el ejem­plo, la acción substituyen la mediación conceptual. Con Diógenes, el ci­nismo se convierte en la más anticultural de las filosofías que hayan conoci­ do Grecia y el Occidente. También en este contexto hay que interpretar sus conclusiones extremistas, que lo llevaban a proclamar que las necesi­dades verdaderamente esenciales del hombre son aquellas de tipo elemen­ tal que provienen de su animalidad. 

Teofrasto cuenta que Diógenes «vio en una ocasión cómo corría un ratón de aquí para allá, sin meta definida (no buscaba un lugar para dormir, no tenía miedo de la obscuridad ni tampoco deseaba algo de lo que corrientemente se considera deseable), y así descubrió el remedio de sus dificultades». Se trata, pues, de un animal que le enseña al cínico una manera de vivir: vivir sin metas (sin las metas que la sociedad propone como necesarias), sin necesidad de casa ni de vivienda fija y sin las comodidades que brinda el progreso. Ésta es la forma en que Diógenes, según el testimonio de los antiguos, puso en práctica sus teorías: «Diógenes fue el primero en doblar su capa debido a la necesidad de dormir en su interior, y llevaba una alforja para guardar los víveres; utilizaba indistintamente todos los lugares para todos los usos, para comer, para dormir o para conversar. Y acostumbraba a decir que los atenienses también le habían procurado dónde habitar: seña­ laba el pórtico de Zeus y la sala de las procesiones (...). En cierta ocasión había ordenado a alguien que le proporcionase una casita; como éste tardaba, escogió como vivienda un tonel que había en el Metroon, como atestigua él mismo.» La representación de Diógenes en el tonel se convir­ tió en un símbolo de lo poco que basta para vivir. Para Diógenes, esta manera de vivir coincide con la libertad. Cuanto más se eliminan las necesidades superfluas, más libre se es. Los cínicos insistieron sobre el tema de la libertad, en todos los sentidos, hasta el extremo del paroxismo. En la libertad de palabra (parrhesia) llegaron hasta los límites del descaro y de la arrogancia, incluso ante los poderosos. En la libertad de acción (anaideia) avanzaron hasta extremos licenciosos. Aunque mediante esta anaideia lo que Diógenes pretendía demostrar era la no naturalidad de las costumbres griegas, no siempre conservó la mesu­ ra, cayendo en excesos que explican la carga de significado negativo con que ha pasado a la historia el término «cínico», carga que aún hoy posee. He aquí algunos testimonios significativos: «Diógenes acostumbraba a hacer todas las cosas a la luz del día, incluso aquellas que se refieren a Deméter y Afrodita»; «durante un banquete, algunos le tiraron los huesos como si fuese un perro; Diógenes se levantó y orinó sobre ellos, como un perro»; «en una ocasión alguien le hizo entrar en una casa suntuosa y le prohibió escupir. Entonces Diógenes se aclaró la garganta desde lo más profundo y le escupió en la cara, diciendo que no había podido encontrar otro sitio peor»; «cuando tenía necesidad de dinero, se dirigía a sus amigos diciéndoles que no lo pedía como regalo sino como restitución». Diógenes resumía el método que conduce a la libertad y a la virtud en dos nociones esenciales: el ejercicio y la fatiga, que consistían en la prácti­ca de una vida adecuada para acostumbrar el físico y el espíritu a las fatigas impuestas por la naturaleza y, al mismo tiempo, adecuada para habituar al hombre al dominio de los placeres o, más bien, a su desprecio. Este desprecio por los placeres —que ya había predicado Antístenes— resulta esencial para la vida del cínico, puesto que el placer no sólo ablanda el cuerpo y el espíritu, sino que pone en peligro la libertad, convirtien- do al hombre en esclavo —por diversos motivos— de las cosas y de los hombres que se hallan relacionados con los placeres. Los cínicos también ponían en tela de juicio el matrimonio, al que substituían por una convi­ vencia acordada entre hombre y mujer. Y naturalmente, se discutía la ciudad: el cínico se proclama ciudadano del mundo. La «autarquía» —esto es bastarse a sí mismo— junto con la apatía y la indiferencia ante todo constituían los objetivos de la vida cínica.

 Este episodio, famosísimo y hasta simbólico, define el espíritu del cinismo a la perfección: en cierta ocasión, mientras Diógenes tomaba el sol, se le acer­ có el gran Alejandro, el hombre más poderoso de la tierra, y le dijo: «Pídeme lo que quieras», a lo que Diógenes respondió: «No me tapes el sol.» Diógenes no necesitaba para nada el extraordinario poderío de Ale­ jandro. Para estar satisfecho, le bastaba con el sol, que es la cosa más natural, a disposición de todos. Mejor dicho, le bastaba con la profunda convicción de la inutilidad de aquel poderío, dado que la felicidad procede del interior del hombre y no de fuera de él. Quizás fue Diógenes el primero que adoptó, para autodefinirse, el término «perro», vanagloriándose de este epíteto que los demás le en­ dilgaban con desprecio y explicando que se llamaba «perro» por el motivo siguiente: «Meneo alegremente la cola ante quien me da algo, ladro con­ tra el que nada me da, muerdo a los bribones.» Diógenes expresaba muchas de las actitudes de la época helenística, si bien de forma unilateral. Sus contemporáneos entendieron esto así y le erigieron una columna de mármol de Paros con esta inscripción: «El bron­ ce cede ante el tiempo y envejece, pero tu gloria, oh Diógenes, permane­ cerá intacta durante la eternidad, porque sólo tú enseñaste a los mortales la doctrina según la cual la vida se basta a sí misma y señalaste el camino más fácil para vivir.»

Grates fue discípulo de Diógenes y una de las figuras más significativas en la historia del cinismo. Vivió probablemente hasta comienzos del si­ glo ni a.C. Reafirmó la noción según la cual las riquezas y la fama no son bienes y valores, sino que para el sabio constituyen males. En cambio, son bienes sus contrarios, la pobreza y la obscuridad. Sobre Crates se nos narra lo siguiente: «Al vender su patrimonio, puesto que pertenecía a una familia distinguida, obtuvo unos doscientos talentos que distribuyó a sus conciudadanos (...). Diógenes lo convenció de que abandonase sus cam­ pos para que allí paciesen las ovejas, y de que arrojase al mar el dinero que poseyese (...). Perseveró en su propósito, no dejándose disuadir por sus parientes que venían a visitarlo y a los cuales tuvo que perseguir a menudo con un bastón (...). Entregó su dinero a un banquero, a condición de que, si sus hijos permanecían profanos e incultos, les diese el dinero. Pero si se convertían en filósofos, lo distribuyese entre el pueblo; porque sus hijos, si se dedicaban a la filosofía, no tendrían necesidad de nada.» El cínico debía ser apátrida, porque la Polis es algo expugnable y no constituye el refugio del sabio. Cuando Alejandro le preguntó si quería que fuese reconstruida su ciudad natal, le respondió: «¿Y de qué servirá? Quizás otro Alejandro vuelva a destruirla.» En una de sus obras escribió: «Mi patria no posee una sola torre ni un solo techo; pero dondequiera que sea posible vivir bien, en cualquier punto del universo entero, allí estará mi ciudad, allí está mi casa.» Crates contrajo matrimonio, pero con una mujer llamada Hiparquia que había abrazado el cinismo, y junto con ella vivió la vida cínica. Su completa ruptura con la sociedad también queda demostrada mediante el episodio según el cual habría otorgado a su hija en matrimonio a prueba durante treinta días. Durante el siglo m a.C. tenemos noticias de cierto número de cínicos: Bión de Borístenes, Menipo de Gadara, Teletes, Menedemo. Al parecer, se remonta a Bión la codificación de la diatriba, forma literaria que gozará de una gran fortuna. La diatriba es un diálogo breve, de carácter popular, con un contenido ético, y que a menudo se escribe en un lenguaje mordaz. En substancia, se trata de un diálogo socrático redactado con estilo cínico. Las composiciones de Menipo se convirtieron en modelos literarios. Lu­ ciano se inspirará en ellas e incluso las sátiras latinas de Lucilio y Horacio se inspirarán en los rasgos de fondo de los escritos cínicos, que ridendo castigant mores. Durante los dos últimos siglos de la era pagana el cinismo languideció. El eclipse del cinismo se produjo por agotamiento de su carga interna, y además por razones sociales y políticas: la doctrina y la vida cínicas eran algo incompatible con el sólido sentido ético de la romanidad. El juicio de Cicerón resulta bastante elocuente: «Hay que rechazar en bloque el siste­ ma cínico, porque es algo contrario a la vergüenza, sin la cual no puede haber nada correcto, nada honrado.»

El cinismo, sobre todo en la formulación realizada por Diógenes y Crates —como hemos señalado antes— respondía a algunas de las exigen­ cias de fondo de la época helenística. Por tal motivo, tuvo un éxito no muy inferior al de las otras grandes filosofías nacidas en esta conflictiva época. La denuncia cínica de las grandes ilusiones que sacuden vanamente a los hombres, es decir; 1) la búsqueda del placer, 2) el apego a la riqueza, 3) el ansia de poder, 4) el deseo de fama, de brillo y de éxito, y el firme convencimiento de que tales ilusiones siempre en todos los casos condu­ cen al hombre a la infelicidad, serán vueltos a proclamar por el estoicismo de Zenón, el Jardín de Epicuro y el escepticismo de Pirrón, convirtiéndo­ se en un lugar común repetido a lo largo de los siglos. La exaltación de la autarquía y de la apatía —entendidas como condiciones esenciales para la sabiduría y, por lo tanto, la felicidad— se transformará en el hilo con­ ductor del pensamiento helenístico. La menor vitalidad que mostró el cinismo, en comparación con el estoicismo, el epicureismo y el escepticismo, se debe a a) su extremismo y anarquismo y, por lo tanto, b) su desequilibrio de base y c) su objetiva pobreza espiritual. a) El extremismo del cinismo consiste en que no se salva casi nada de su sistemática puesta en discusión de las convenciones y los valores consa­ grados por la tradición, careciendo el cinismo de propuestas de valores positivos, que se planteen como alternativas. b) El desequilibrio de base del cinismo se debe al hecho de que reduce al hombre en definitiva a su animalidad, considerando como esenciales —y, por lo tanto, de necesaria satisfacción— casi exclusivamente las nece­ sidades animales o, si se prefiere, las necesidades del hombre primitivo. Al mismo tiempo, empero, propone al sabio un modelo de vida para cuya realización hacen falta energías espirituales que van mucho más allá que las poseídas por la pura animalidad o el hombre en su estado primitivo. Requieren la actividad superior de la psyche socrática, la cual sin embargo va siendo olvidada poco a poco por el cinismo. c) Por último, la pobreza espiritual del cinismo no sólo consiste en un repudio de la ciencia y de la cultura, sino también en la reducción de los aspectos propiamente filosóficos de su mensaje, hasta el punto de que éste resulta incapaz de justificarse teóricamente a sí mismo. La intuición emo­ cional de la validez de su propio mensaje constituye el verdadero y único fundamento del cinismo. Los antiguos definieron el cinismo como «el camino breve hacia la virtud». En filosofía, sin embargo, junto con Hegel debemos afirmar que no existen caminos breves, atajos. Incluso el estoicismo, que recogió los temas esenciales del cinismo en un porcentaje mucho mayor que todas las demás filosofías helenísticas, prolongó de forma considerable el camino breve hacia la virtud. Gracias precisamente a esta mediación y a este buscar dar razón a fondo de sí mismo y de sus propias afirmaciones de base, el estoicismo conquistó los espíritus en medida mucho más notable que el cinismo, substituyendo radicalmente a éste.

Las demás escuelas socráticas menores se desarrollaron con escaso vigor a lo largo del siglo iv a.C., y a principios del siglo iii sus diversos mensajes ya se habían desvanecido. Las nuevas escuelas helenísticas, que recogieron algunos de sus temas, avanzaron mucho más que ellas y se impusieron gracias a poseer una consistencia mucho más notable. Los segundos cirenaicos fracturaron la unidad de la doctrina originaria de la escuela y llegaron a poner en crisis el principio mismo sobre el que ésta se apoyaba. Se dividieron en tres corrientes, respectivamente encabe­ zadas por Hegesias —llamado «el persuasor de muerte»— Aníceris y Teo­ doro, llamado «el ateo». Hegesias consideró que el placer era el fin de la vida, pero lo declaró inalcanzable, cayendo por lo tanto en una especie de pesimismo y afirmando que todas las cosas resultaban completamente indiferentes. Aníceris y sus seguidores trataron de evitar estas consecuen­ cias extremas, sosteniendo que hay muchos otros valores que contribuyen a la felicidad, por ejemplo, la amistad, la gratitud, el honrar a los padres y el amor a la patria. Teodoro se propuso recorrer un camino intermedio, adoptando algunas ideas cínicas, y se hizo famoso sobre todo por las refutaciones que realizó con respecto a todas las opiniones manifestadas por los griegos acerca de los dioses, motivo del cual fue llamado «el ateo». La escuela megárica desarrolló en especial la dialéctica, como ya se ha mencionado, y también los aspectos erísticos de ésta. No descuidó las doctrinas morales, pero en tal ámbito no produjo ideas demasiado origi­ nales. El componente eleático de la doctrina se impuso al estrictamente socrático y, por consiguiente, las polémicas desatadas por los megáricos en contra de Platón y de Aristóteles fueron más de retaguardia que de vanguardia. Eubúlides fue célebre por haber formulado algunas paradojas erístico-dialécticas, cuya fama se prolongó durante mucho tiempo. Diodo- ro Crono se dio a conocer debido a la polémica contra la concepción aristotélica de la potencia y por la reducción de todo el ser al acto. Es- tilpón (aprox. 360-280 a.C.) fue el último personaje famoso de la escuela. Negó la validez de todas las formas de lógica discursiva y defendió la exclusiva validez del juicio de identidad (el hombre es el hombre, el bien es el bien, etc.), con un espíritu evidentemente eleático. El éxito de esta escuela en el mundo antiguo estuvo en función, en gran medida, del atrac­ tivo que tenían para los helenos los virtuosismos de la discusión dialéctica.

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