LECTURA
ELLOS
Tuvimos
agricultura: la eliminaron, y ahora hasta el maíz lo importamos. Tuvimos
industria: la cerraron, y ahora Colombia tiene que importarlo todo. ¿Pero con
qué compramos si no producimos?
Han
aceptado de los poderes multinacionales la orden de reducir nuestra actividad a
la economía extractiva, como en el siglo XVI; ahora, cuando ya las riquezas
guardadas en la tierra hay que extraerlas fracturando los montes, destruyendo
los suelos y envenenando las aguas. Ellos son los que deciden, son los que
mandan, son los que supuestamente saben; ellos son los que odian, y día tras
día nos dicen a quién hay que odiar para que ellos puedan ser eternos.
Hace
setenta años utilizan la guerra para algo que no es mejorar el país. ¿Hoy qué
pueden mostrar? Estamos sin agricultura, sin industria, sin trabajo, con una
educación que no entiende lo que lee, con una salud de limosna, sin seguridad,
sin futuro, en manos de una dirigencia que gasta todos los recursos en
reelegirse, y que tiene el presupuesto lleno de venas rotas de corrupción por
las que se va nuestra sangre.
En
ambos bandos hoy enfrentados militan los viejos apellidos del poder: los Santos
y los Lleras, los Holguín y los Caro, los Uribe y los Pastrana, los Mosquera y
los López. Qué fácil les resulta hacer la guerra: para la guerra no necesitan
plebiscitos, ni convocar acuerdos, ni diseñar presupuestos a pesar de ser tan
costosa; pero qué difícil les resulta hacer la paz, ahí sí resultan llenos de
titubeos y de escrúpulos constitucionales.
Para
hacer la guerra nunca requieren filigranas jurídicas: para hacer la paz todo es
un laberinto sin luces. La paz que salva vidas les despierta infinitos
desacuerdos, la guerra que consume gente pobre la declaran con una facilidad
asombrosa.
El 2 de
octubre las mayorías se negaron a creerles a las ilusiones del Sí y a las
confusiones del No. Santos pudo haber logrado una mayoría abrumadora: pero su
desconfianza de la gente hizo que la comunidad nunca fuera convocada más que a
ser testigo lejano y aplaudir los acuerdos. Pero la paz es de la gente y sólo
puede construirse con la gente. Las ilusiones llenas de secretos se terminan en
lágrimas.
En
Colombia sólo un 20 por ciento está incluido, está formalizado. Leer los
acuerdos de La Habana, que vuelven a formular como promesas un montón de cosas
que ya están consagradas en la Constitución, sólo sirve para comprobar que lo
que hay escrito en la Constitución no se cumple. Todos sabemos a qué grados de
ineficiencia puede llegar aquí la protección de los derechos y la justicia.
Pero en cambio hay que ver a los políticos atravesando incisos, oponiendo la
máquina de una legalidad que siempre fue tramposa, cuando se trata de impedir
que algo cambie.
Lo que
en el fondo quieren impedir es que Colombia se sienta dueña de sí misma. Nunca
se había visto una situación más incomprensible: la guerrilla quiere dejar de
hacer la guerra, y los dueños del país no se ponen de acuerdo para aceptarlo.
Si
queremos saber dónde están los responsables de la guerra, los que más se
beneficiaron de ella, basta ver quiénes son los que hoy forcejean por imponerse
en los acuerdos, porque todos manejan una agenda secreta, un libreto que no
puede decirse.
Colombia
tiene la mitad de su territorio en el segundo día de la creación. Lo que se
está decidiendo es si esas riquezas serán manejadas por la vieja casta
centralista o por la nueva casta facciosa, para deleite de las multinacionales
frente a las cuales ellos no tienen ningún desacuerdo. Ambas saben besar al
poder mundial en la boca, pero les cuesta unirse, a no ser que nos vean unidos.
Quizá en ese momento se darán un abrazo instintivo.
Hace 68
años murió Jorge Eliécer Gaitán. Fue la última vez que el pueblo colombiano
tuvo una esperanza. Con estas largas guerras han logrado tres cosas: que
tuviéramos miedo de tener esperanzas, que aprendiéramos a odiarnos y a recelar
los unos de los otros, y que ya no nos creyéramos capaces de reemplazarlos,
para construir de verdad la grandeza de este país. Sin la tutela de las castas
guerreras, del santanderismo leguleyo, del fanatismo que no ve la religión como
un ejemplo de moral para la convivencia sino como una escuela de intolerancia.
La
historia nos está enviando un mensaje: “Olvídense de Santos y de Uribe,
olvídense de esa clase política que en tantas décadas no ha sido capaz de arreglar
el país, que al contrario ha abusado de su confianza y de su esperanza, esa
clase política que ahora forcejea, cuando podríamos estar a las puertas de la
reconciliación, mirándose con odio, contagiando ese odio, preocupada sólo por
saber quién se va a quedar con el tesoro”.
¿Seguiremos
sentados y cruzados de brazos esperando el país que van a diseñar para
nosotros? ¿Suplicando la paz que sólo los que no hemos hecho la guerra podemos
hacer? ¿Por qué no nos atrevemos a ser algo por nosotros mismos: la voz de un
pueblo alegre, pacífico, laborioso, creador, cansado de guerras, de exclusión y
de corrupción? Ese pueblo que nunca decidió, pero que siempre supo hacer
músicas y relatos, carnavales, recetas, proezas del deporte sin ayuda de nadie,
conocimiento de la selva y del río, esas gentes pobres que a golpe de necesidad
fueron las que abrieron este país al mundo.
Rompamos
los barrotes del miedo. Que comience la fiesta de la democracia. Que dictemos
por fin una ley que se cumpla, una ley que sea válida para todos y que no caiga
con su peso sólo sobre los débiles y los humildes. Porque ya es hora de decir
que no se trata sólo de que el ciudadano respete la ley, sino sobre todo de que
la ley respete al ciudadano.
No más
impuestos para la corrupción: un orden social verdadero para la paz, para la
convivencia, para el abrazo de la sociedad, para el diálogo creador con un
mundo en peligro. La paz no se hace para los políticos y para la guerrilla: se
hace para el país.
Seamos
más que ellos. Hagámoslo nosotros.
William Ospina
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