LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA DEL SIGLO XVII
Heliocentrismo: la revolución copernicana y el modelo kepleriano-galileano
1. El realismo de la revolución copernicana
Un universo sencillo, armónico y unificado
La nueva cosmovisión científica se inicia con una verdadera revolución: la Tierra deja de ser el centro del universo, y el Sol viene a ocupar ese lugar. Este fue el hallazgo de Copérnico.
Para él, la rotación de la Tierra sobre su eje y la traslación anual en torno al Sol eran hechos físicos, no artificios matemáticos. Por lo demás, todo astrónomo podía notar que las constantes de epiciclos y deferentes usadas por Ptolomeo para Mercurio y Venus estaban invertidas con respecto a las de los demás planetas: prueba de que estos estaban más cerca del Sol que de la Tierra.
Había otras razones para el cambio de centro: Copérnico necesitaba solo 34 círculos, frente a los 80 ptolemaicos. Epiciclos y deferentes seguían siendo usados, pero se evitaba el «escándalo» de los ecuantes, haciendo que las órbitas en torno al Sol describieran círculos con movimiento uniforme. Esta búsqueda de lo sencillo y armónico –la restauración de la armonía celeste– es lo que guía el pensamiento de Copérnico.
Paradójicamente, el pionero de la Modernidad intenta con todas sus fuerzas volver a la pureza griega: el movimiento uniforme y circular es el único natural, el único perfecto: la imagen de la divinidad misma. Si la causa es eterna e inmutable, las esferas celestes deben imitar su movimiento, porque «La sabiduría de la naturaleza es tal que no produce nada superfluo e inútil».
Copérnico mira a dos mundos. Si, por una parte, retorna a Platón, viendo en las matemáticas la armonía del universo, donde todo está sopesado y equilibrado, por otra, eleva el orbe sublunar a la categoría celeste, acercando así los dos mundos: Tierra y cielo, tan cuidadosamente diferenciados en el pensamiento griego. También la Tierra, su descripción y sus movimientos están desde ahora sometidos a las matemáticas.
Este profundo cambio, esta unificación (por vez primera cabe hablar de universo) tiene una clara raigambre cristiana. El mundo, creado por Dios, no admite distinciones ni escalas; todo en él es valioso. El universo es un mecanismo, transparente a la matemática y «fundado por el mejor y más regular Artífice».
Consecuencia de esta cristianización platonizante es la devolución del centro del sistema al Sol, imagen misma de Dios:
«Pero en medio de todo está el Sol. Porque, ¿quién podría colocar, en este templo hermosísimo, esta lámpara en otro o mejor lugar que ese, desde el cual puede, al mismo tiempo, iluminar el conjunto? Algunos, y no sin razón, le llaman la luz del mundo; otros, el alma o gobernante. Trismegisto le llama el Dios visible, y Sófocles, en su Electra, el que todo lo ve. Así, en realidad, el Sol, sentado en trono real, dirige la ronda de la familia de los astros».
Copérnico, N.:
Las ventajas del copernicanismo eran, en principio, de orden técnico:
1) Permitía el paso directo de las observaciones a los parámetros teóricos.
2) Establecía un criterio para calcular las posiciones y las distancias relativas de los planetas.
3) Sugería la solución correcta para el problema de la medición de la latitud.
Las anomalías en el heliocentrismo copernicano
El sistema de Copérnico mostraba todavía dos puntos oscuros, inadmisibles para un platónico consecuente: la imprecisión de la órbita marciana y la (leve) excentricidad del Sol.
En 1572 y 1577 aparecieron dos nuevas «estrellas» (en realidad, cometas) en el cielo. El perfeccionamiento en los métodos de observación astronómica permitió determinar su posición: sin duda, se encontraban más allá del orbe sublunar. El inmaculado y divino cielo aristotélico se cuarteaba, y hasta el carácter concluso de la Creación (terminada en el séptimo día) se ponía en entredicho frente a algo que era un hecho, no una teoría más o menos estetizante como la de Copérnico.
El último cuarto del siglo XVI se nos muestra, por ello, como una frenética ebullición de ideas, en donde los continuos descubrimientos de la fragilidad del sistema aristotélico-ptolemaico se unen a las continuas hipótesis para intentar modificar la gran estructura, sin derruirla por completo.
Así, el gran astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) rechaza las esferas cristalinas que sostendrían los planetas, y sugiere un nuevo sistema cósmico conciliador entre Copérnico y Ptolomeo: la Luna, el Sol y la esfera de las estrellas fijas girarían en torno a la Tierra, inmóvil, pero los cinco planetas lo harían en torno al Sol.
Por el contrario, Giordano Bruno (1548-1600) llevaría al límite el giro copernicano. El rechazo absoluto de los orbes cristalinos le lleva a imaginar una infinidad de mundos simultáneamente existentes, en los que planetas y estrellas giran en la inmensidad de un espacio vacío e infinito.
Se pedía en la época, pues, un rigor y una precisión mayores en los datos astronómicos y una nueva teoría que, sobre la base de la copernicana, lograra conjugar armónicamente los nuevos descubrimientos y las exigencias de la razón matematizante, de raigambre platónica. El hombre que logró llevar a cabo tal empresa fue Johannes Kepler.
2. Kepler: la caída del movimiento circular y la ley de armonía
Un universo perfecto
Kepler no solo era un minucioso observador, era también un gran matemático y, sobre todo, un fervoroso místico, que creía en la magia de los números y en la armonía musical de las esferas. Así, la pasión obsesiva por la exactitud matemática se veía en él reforzada por su creencia en un universo perfecto, creado y regido por un Dios matemático.
La destrucción de las esferas cristalinas urgía una explicación de por qué los planetas y las estrellas no se dispersaban en los espacios infinitos, «algo» debía mantenerlos en sus órbitas. Ahora, traspasando el magnetismo terrestre al Sol, ¿no sería esa fuerza la que explicaría el sistema? Kepler se estaba acercando, así, a la teoría newtoniana.
Sin embargo, su misma obsesión por la precisión matemática le impidió llegar a ese resultado, al observar ligeras variaciones en la órbita lunar. «Abandono –diría en una famosa carta– las oscuridades de la física para refugiarme en las claridades de la matemática».
Pero Kepler era un realista; no se conformaba con fingir hipótesis, sino que deseaba confirmar empíricamente su geométrico sistema. Por ello, se dirigió a Praga, a fin de trabajar con Tycho Brahe. Los datos que allí pudo manejar le hicieron desechar su teoría, pero le abrieron el camino hacia su gran obra, la Astronomia Nova Aitiologetos seu Physica Coelestis (Nueva astronomía en que se da razón de las causas, o física celeste), de 1609.
Las leyes del movimiento de los planetas
En la Astronomia Nova es donde aparecen las dos primeras leyes del movimiento celeste:
1) Los planetas se mueven en elipses, con el Sol en uno de sus focos.
2) Cada planeta se mueve de forma areolarmente uniforme; es decir, la línea que une su centro con el Sol barre áreas iguales en tiempos iguales.
La primera ley supone una revolución en la historia del pensamiento occidental: la caída de la circularidad como movimiento natural perfecto (concepción de la que ni Copérnico ni Galileo lograron zafarse).
Confluyen en el descubrimiento de esta ley las dos grandes directrices del pensamiento kepleriano: su respeto ante los datos extraídos por la observación y su filosofía platonizante.
«Para el lector de hoy, que pone a la ciencia de la naturaleza en conexión con muy precisas concepciones, dos cosas saltan a la vista:
1. La ciencia natural no es de ningún modo –para Kepler– un medio que sirva a los fines materiales del hombre ni a su técnica, con cuya ayuda pueda sentirse menos incómodo en un mundo imperfecto y que le abra la vía del progreso. Por el contrario, la ciencia es medio para la elevación del espíritu, una vía para hallar reposo y consuelo en la contemplación de la eterna perfección del universo creado.
2. En estrecha conexión con lo anterior se encuentra el sorprendente menosprecio de lo empírico. La experiencia no es más que un fortuito descubrir hechos que mucho mejor pueden ser concebidos partiendo de los principios apriorísticos. La completa coincidencia entre el orden de las «cosas del sentido», obras de Dios, y las leyes matemáticas e inteligibles, “ideas” de Dios, es el tema básico del harmonices mundi. Motivos platónicos y neoplatónicos llevan a Kepler a la concepción de que leer la obra de Dios –la naturaleza– no es más que descubrir las relaciones entre las cantidades y las figuras geométricas. “La geometría, eterna como Dios y surgida del espíritu divino, ha servido a Dios para formar el mundo, para que este fuera el mejor y más hermoso, el más semejante a su Creador”».
Heisenberg, W.: La imagen de la naturaleza en la física actual. Seix Barral, Barcelona, 1969.
La segunda ley no entraña implicaciones tan importantes desde el punto de vista filosófico. Cabe señalar que, con ella, desaparecen por fin los ecuantes de la astronomía, respetando, sin embargo, la exigencia de uniformidad del movimiento angular.
Quedaba por explicar la causa física de que el planeta girara más aprisa en su perihelio. Como antes se apuntó, Kepler sugirió –correctamente– que se debía a una fuerza emanada por el Sol, pero la seguía concibiendo de una forma cuasimística, como poderes o facultades que «tiraban» del planeta.
3)La tercera ley dice así: «Los cuadrados de los períodos de revolución de dos planetas cualesquiera son proporcionales a los cubos de sus distancias medias al Sol».
La primera ley señalaba la relación entre cada planeta y el Sol; la segunda, el movimiento angular de su órbita; pero es la tercera la que consigue enlazar en un sistema todos los planetas. Solo a partir de Kepler puede hablarse de un sistema solar. La tercera ley es denominada, con justicia, la ley de armonía del movimiento planetario.
Así quedaba explícitamente abierta la imagen del mundo de la Modernidad: un maravilloso mecanismo de relojería, regido por leyes inmutables y extrínsecas a los cuerpos (caída del concepto griego de physis). En palabras del propio Kepler:
«Mi intento ha sido demostrar que la máquina celeste ha de compararse no a un organismo divino, sino más bien a una obra de relojería. […] Así como en aquella toda la variedad de movimientos son producto de una simple fuerza magnética, también en el caso de la máquina de un reloj todos sus movimientos son causados por un simple peso. Además, demuestro cómo esta concepción física ha de presentarse a través del cálculo y la geometría».
Kepler, J.: Carta a Herwart, 1605.
La fuerza magnética de atracción era, efectivamente, la causa física que Kepler necesitaba para conciliar realidad e idealidad, física y cálculo. Pero sabemos que no pudo llegar a describirla matemáticamente. Para ello, habría necesitado la ley de inercia, implícitamente establecida por Galileo. Kepler fue incapaz de dar ese gigantesco paso: la matematización total del universo.
3 Galileo: la matematización del universo
Galileo llevó a las más extremas consecuencias el programa pitagórico: el mundo terrestre no copia al celeste por medio de las matemáticas, sino que solo hay un mundo y una clave para descifrar sus enigmas:
«La Filosofía está escrita en ese vasto libro que está siempre abierto ante nuestros ojos: me refiero al universo; pero no puede ser leído hasta que hayamos aprendido el lenguaje y nos hayamos familiarizado con las letras en que está escrito. Está escrito en lenguaje matemático, y las letras son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es humanamente imposible entender una sola palabra»
(Galileo: Il saggiatore, 1623).
Quizá no haya en la historia de la ciencia moderna otro texto tan decisivo como este. La lectura del mundo con ojos matemáticos tenía necesariamente que chocar de frente con los dos grandes poderes de su tiempo: la ciencia aristotélica y la Iglesia. Procede, pues, recordar primero, brevemente, las posiciones de ambos poderes.
Hacia la nueva ciencia
El tema del movimiento es antiguo: la Física de Aristóteles trata del «ente móvil», pero dando primacía a la entidad. El movimiento es visto siempre como la corrección de una deficiencia, como un «tender hacia» (potencia) la perfección (acto). Por el contrario, a Galileo le interesan las propiedades del movimiento en cuanto tal, no las causas de que algo, el móvil, esté en movimiento ni las razones por las que deje de estarlo.
A Galileo no le interesa preguntarse por la esencia del móvil, del espacio o del tiempo, sino por la proporción numérica entre estos últimos.
El movimiento uniforme
La primero que hace Galileo es dar una definición para cada tipo de movimiento, expresable matemáticamente, para incluir luego un conjunto de axiomas.
Así, el movimiento uniforme es aquel en el cual las distancias recorridas por la partícula en movimiento durante cualesquiera intervalos iguales de tiempo son iguales entre sí.
La matematización de un movimiento tan sencillo como el uniforme supone, en realidad, un profundo esfuerzo de abstracción e idealización matemáticas: se desechan todas las cualidades no matematizables (Galileo considera estas cualidades –secundarias– puramente subjetivas, en la mejor línea atomista).
Movimiento en caída libre
Pasemos al movimiento uniformemente acelerado (caída de los graves). Véase el texto destacado a continuación; en él se nos dice: «No encontraremos ningún aumento o adición más simple que aquel que va aumentando siempre de la misma manera. Esto lo entenderemos fácilmente si consideramos la relación tan estrecha que se da entre tiempo y movimiento».
A los sentidos no aparece tal «estrecha relación». La relación estrecha se da en la razón, y surge de una exigencia de simetría conceptual entre las nociones antitéticas de reposo y de movimiento natural (caída libre). Definiremos el reposo por la relación de un cuerpo con el espacio que ocupa, sin consideración del tiempo (estrecha relación entre espacio y reposo). De nuevo, aquí, es la razón la que dicta la esencia del movimiento, y no los sentidos. Esto sentado, continúa Galileo: «Se dice que un cuerpo está uniformemente acelerado cuando partiendo del reposo adquiere, durante intervalos iguales, incrementos iguales de velocidad».
El experimento de la caída de un grave no confirma una observación previa, sino que es el resultado de una deducción a partir de una definición y un principio, ambos, inverificables directamente.
Todo grave que desciende por un plano inclinado sufre una aceleración. Si tuviese que ascender, sufriría una deceleración. Podemos, pues, preguntarnos qué ocurriría si se mantuviera en un plano horizontal, a partir de una caída previa. Es evidente que no podría acelerar ni decelerar: «la velocidad adquirida durante la caída precedente […] si actúa ella sola, llevaría al cuerpo con una velocidad uniforme hasta el infinito». He aquí, decimos, al fin la ley fundamental de la física: la ley de inercia. Sin embargo, Galileo fue incapaz de presentarla explícitamente. Y ello porque pensó toda su vida que la gravedad era la propiedad física esencial y universal de todos los cuerpos materiales.
Véanse, a este respecto, las siguientes y sorprendentes palabras de Galileo (no tan extrañas si recordamos que en astronomía sigue a Copérnico y desechamos la creencia banal de que la ciencia surge entera y perfecta de la cabeza de un hombre): «Únicamente el movimiento circular puede ser apropiado naturalmente a los cuerpos que son parte integrante del universo en cuanto constituido en el mejor de los órdenes […] lo más que se puede decir del movimiento rectilíneo es que él es atribuido por la naturaleza a los cuerpos y a sus partes únicamente cuando estos están colocados fuera de su lugar natural, en un orden malo, y que, por tanto, necesitan ser repuestos en su estado natural por el camino más corto» (Galileo: Diálogos, «Jornada primera»).
Se da aquí una recaída en la física griega, cuando estaba a punto de levantarse el nuevo edificio. La gloria de la formulación explícita de la ley de inercia sería para Descartes, cuya concepción de la res extensa como, a la vez, materia física y espacio tridimensional euclídeo, le permitían abrirse a la visión infinita de la nueva ciencia.
El método resolutivo-compositivo
El método de Galileo se levanta, por una parte, contra el nominalismo vigente en su época y, por otra, contra la mera recogida de datos a partir de la experiencia, para conseguir una generalización inductiva.
La experiencia es una observación ingenua: pretende ser fiel a lo que aparece, a lo que se ve y toca. Pero introduce subrepticiamente creencias y modos de pensar acríticamente asumidos, a través de la tradición y la educación.
El experimento, por el contrario, es un proyecto matemático que elige las características relevantes de un fenómeno (aquellas que son cuantificables) y desecha las demás. Y aún más, el pitagorismo de Galileo lo lleva a considerar esas cualidades no cuantificables (cualidades segundas) como irreales, meramente subjetivas. Realmente solo existe aquello que puede ser objeto de medida (cualidades primeras).
Estamos, ahora, en disposición de seguir los pasos del método experimental, tal como los traza Galileo en su carta a Pierre Carcavy (1637):
1) Resolución: a partir de la experiencia sensible, se resuelve o analiza lo dado, dejando solo las propiedades esenciales.
2) Composición: construcción o síntesis de una «suposición» (hipótesis), enlazando las diversas propiedades esenciales elegidas. De esta hipótesis se deducen después una serie de consecuencias, precisamente las que puedan ser objeto de resolución experimental.
3) Resolución experimental: puesta a prueba de los efectos deducidos de la hipótesis.
El mundo nuevo surge por la confianza absoluta en la razón proyectiva. La razón impone sus leyes a la experiencia, hasta el punto de que esta última se convierte en un mero índice de la potencia del intelecto. Es el inicio de la razón como factor de dominio del mundo.
Tomado de: http://www.filosofia.net/materiales/sofiafilia/hf/soff_mo_1.html
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